Creo que el Santo Padre Francisco ha acertado con el lema de su Mensaje de este año para la Jornada Mundial de las Misiones, nuestro Domund: “Corazones fervientes, pies en camino”. Este lema, que en España hemos hecho nuestro con el adjetivo “ardientes”, nos recuerda la escena en la que Jesús resucitado se hace presente ante los desanimados discípulos de Emaús y les remueve el corazón (Lc 24,13-35).
Digo que ha acertado porque, al mirar a los misioneros, a nuestros misioneros –esos paisanos que han abandonado su tierra, su familia, sus seguridades, sus comodidades para ser lo que son–, no podemos olvidar que no se trata de aventureros –aunque algo de ello sí tienen– ni de expatriados –enviados por sus organizaciones a trabajar fuera de España– ni de románticos altruistas. “Corazones ardientes” nos recuerda que se trata de hombres y mujeres enamorados. Hombres y mujeres que, como aquellos dos de Emaús, han estado escuchando a Jesús cuando les hablaba a través de la Sagrada Escritura y han quedado transformados. Son personas que se han alimentado con la Palabra de Dios y, como la Virgen María, la han “rumiado” en su corazón (cf. Lc 2,19), llegando a identificarse con ella. Son cristianos...; son hombres de oración y de contemplación, que han dejado que el Espíritu Santo les ilumine con su fuerza y su amor para transformarles en apóstoles, no de una causa, no de una teoría, no de una ideología, no de una doctrina, sino de una Persona, de Jesús de Nazaret, verdadero Dios y verdadero hombre.
FUEGO ENCENDIDO
A muchos santos se les representa con el pecho encendido en fuego, como si
de su
corazón salieran rayos de luz y de vida... Es el amor de Dios, que Jesús
vino a traer a la tierra y que quiere que arda en todo el mundo. “¿No ardía
nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino?”, se preguntan los dos
discípulos. Y es que la Palabra de Dios es viva y eficaz, es siempre
transformadora, y, como el Espíritu Santo, riega la tierra en sequía, sana el
corazón enfermo, lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo, doma el
espíritu indómito y guía al que tuerce el sendero, según dice la secuencia de
Pentecostés.
Un misionero es un hombre enamorado, una mujer enamorada. Es alguien que ha
descubierto que Dios vale la pena, que Dios, solo Él, basta, y que ha decidido
vivir la vida con Él y para Él. El corazón del misionero tiene algo de
romántico, porque no mide las dificultades o las limitaciones propias. Tiene el
corazón encendido, porque se fía de Dios, que le cuida y atiende, que pone en
su voluntad deseos grandes de entrega y de servicio. Con razón Francisco comentó
que la misión es fruto de dos pasiones: la pasión por Dios y la pasión por su
gente (cf. EG 268).
LLEVAR A CRISTO AL MUNDO ENTERO
Esa pasión, ese amor descubierto, hace que los pies se pongan “en camino”. Sí, ese encuentro con Cristo hace salir de
uno mismo y poner los medios para llevar, a todo aquel que todavía no lo
conoce, el amor, la misericordia, la belleza de Dios.
Por eso, creo
que el del Domund de este año es un lema muy apropiado.
Nuestros misioneros, por los que todos –incluso personas sin fe o con una
vida cristiana quizás abandonada– sentimos gran orgullo y respeto, no son meros
activistas sociales, transformadores de las realidades públicas. Son hombres,
mujeres de Dios; son enamorados de Cristo, que se han puesto a disposición de
quien les ha cambiado el corazón. Santa Maravillas de Jesús tenía como máxima: “Señor,
cuando Tú quieras, como Tú quieras, lo que Tú quieras”; y los misioneros la han
completado con algo más: “¡Señor, donde Tú quieras!”