Texto del pregón del Domund 2016 pronunciado por Pilar Rahola en la Sagrada Familia de Barcelona
Excelentísimo Sr.
Arzobispo Juan José Omella,
monseñores,
autoridades,
amigas y amigos:
monseñores,
autoridades,
amigas y amigos:
No
puedo empezar este pregón sin compartir los sentimientos que, en este preciso
momento, me tienen el corazón en un puño. Estoy en la Sagrada Familia, donde,
como decía el poeta Joan Maragall, se fragua un mundo nuevo, el mundo de la
paz. Y estoy aquí porque he recibido el inmerecido honor de ser la pregonera de
un grandioso acto de amor que, en nombre de Dios, nos permite creer en el ser
humano. Si me disculpan la sinceridad, pocas veces me he sentido tan apelada
por la responsabilidad y, al mismo tiempo, tan emocionada por la confianza.
No
soy creyente, aunque algún buen amigo me dice que soy la no creyente más
creyente que conoce. Pero tengo que ser sincera, porque, aunque me conmueve la
espiritualidad que percibo en un lugar santo como este y admiro profundamente
la elevada trascendencia que late el corazón de los creyentes, Dios me resulta
un concepto huidizo y esquivo. Sin embargo, esta dificultad para entender la
divinidad no me impide ver a Dios en cada acto solidario, en cada gesto de
entrega y estima al prójimo que realizan tantos creyentes, precisamente porque
creen. ¡Qué idea luminosa, qué ideal tan elevado sacude la vida de miles de
personas que un día deciden salir de su casa, cruzar fronteras y horizontes, y
aterrizar en los lugares más abandonados del mundo, en aquellos agujeros negros
del planeta que no salen ni en los mapas! ¡Qué revuelta interior tienen que
vivir, qué grandeza de alma deben de tener, mujeres y hombres de fe, qué amor a
Dios que los lleva a entregar la vida al servicio de la humanidad! No imagino
ninguna revolución más pacífica ni ningún hito más grandioso.
Vivimos
tiempos convulsos, que nos han dejado dañados en las creencias, huérfanos de
ideologías y perdidos en laberintos de dudas y miedos. Somos una humanidad
frágil y asustada que camina en la niebla, casi siempre sin brújula. En este
momento de desconcierto, amenazados por ideologías totalitarias y afanes
desaforados de consumo y por el vaciado de valores, el comportamiento de estos
creyentes, que entienden a Dios como una inspiración de amor y de entrega, es
un faro de luz, ciertamente, en la tiniebla.
Hablo
de ellos, de los misioneros, y esta palabra tan antigua como la propia fe
cristiana —no en vano los cristianos empezaron a salir de su tierra, para ir a
la tierra de todos, desde los principios de los tiempos—, esta palabra, decía,
ha sido ensuciada muchas veces, arrastrada por el fango del desprecio. Es
cierto que los misioneros tienen un doble deseo, una doble misión: son
portadores de la palabra cristiana y, a la vez, servidores de las necesidades
humanas. Es decir, ayudan y evangelizan, y pongo el acento en este último
verbo, porque es el que ha sufrido los ataques más furibundos, sobre todo por
parte de las ideologías que se sienten incómodas con la solidaridad, cuando se
hace en nombre de Cristo. De esta incomodidad atávica, nace el desprecio de
muchos.
Es
evidente que las críticas históricas a determinadas prácticas en nombre de la
evangelización son pertinentes y necesarias. Estoy convencida, leyendo el Nuevo
Testamento, de que el mismo Jesús las rechazaría. Pero no estamos en la Edad
Media, ni hace siglos, cuando, en nombre del Dios cristiano, se perpetraron
acciones poco cristianas. Desgraciadamente, el nombre de todos los dioses se
usa en vano para hacer el mal, y este hecho tan humano tiene muy poco que ver
con la idea trascendente de la divinidad. Pero, al mismo tiempo, hay que poner en
valor la entrega de miles y miles de cristianos que, a lo largo de los siglos,
han hecho un trabajo de evangelización, convencidos de que difundir los valores
fraternales, la humildad, la entrega, la paz, el diálogo, difundir, pues, los
valores del mensaje de Jesús, era bueno para la humanidad. Si es pertinente
hacer proselitismo político, cuando quien lo hace cree que defiende una
ideología que mejorará el mundo, ¿por qué no ha de ser pertinente llevar la
palabra de un Dios luminoso y bondadoso, que también aspira a mejorar el mundo?
¿Por qué, me pregunto —y es una pregunta retórica—, hacer propaganda ideológica
es correcto, y evangelizar no lo es? Es decir, ¿por qué ir a ayudar al prójimo
es correcto cuando se hace en nombre de un ideal terrenal, y no lo es cuando se
hace en nombre de un ideal espiritual? Y me permito la osadía de responder:
porque los que lo rechazan lo hacen también por motivos ideológicos y no por
posiciones éticas.
Quiero
decir, pues, desde mi condición de no creyente: la misión de evangelizar es,
también, una misión de servicio al ser humano, sea cual sea su condición,
identidad, cultura, idioma..., porque los valores cristianos son valores
universales que entroncan directamente con los derechos humanos. Por supuesto,
me refiero a la palabra de Dios como fuente de bondad y de paz, y no al uso de
Dios como idea de poder y de imposición. Pero, con esta salvedad pertinente, el
mensaje cristiano, especialmente en un tiempo de falta de valores sólidos y
trascendentes, es una poderosa herramienta, transgresora y revolucionaria; la
revolución del que no quiere matar a nadie, sino salvar a todos.
Permítanme
que lo explicite una manera gráfica: si la humanidad se redujera a una isla con
un centenar de personas, sin ningún libro, ni ninguna escuela, ni ningún
conocimiento, pero se hubiera salvado el texto de los Diez Mandamientos,
podríamos volver a levantar la civilización moderna. Todo está allí: amarás al
prójimo como a ti mismo, no robarás, no matarás, no hablarás en falso...; ¡la
salida de la jungla, el ideal de la convivencia! De hecho, si me disculpan la
broma, solo sería necesario que los políticos aplicaran las leyes del catecismo
para que no hubiera corrupción ni falsedad ni falta de escrúpulos. El
catecismo, sin duda, es el programa político más sólido y fiable que podamos
imaginar.
Y
de la idea menospreciada, criticada y tan a menudo rechazada de la
evangelización, a otro concepto igualmente demonizado: el concepto de la
caridad. ¿Cuántas personas de bien que se sienten implicadas en la idea
progresista de la solidaridad, y alaban las bondades indiscutibles que la
motivan, no soportan, en cambio, el concepto de la caridad cristiana? Y uso el
término con todas sus letras: caridad cristiana, consciente de cómo molesta esa
motivación en determinados ambientes ideológicos. Sin embargo, esta idea, que
personalmente encuentro luminosa, pero que otros consideran paternalista e
incluso prepotente, ha sido el sentimiento que ha motivado a millones de
cristianos, a lo largo de los siglos, a servir a los demás. Y cuando hablamos
de los demás, hablamos de servir a los desarraigados, a los olvidados, a los
perdidos, a los marginados, a los enfermos, a los invisibles. ¡Quiénes somos
nosotros, gente acomodada en nuestra feliz ética laica, para poner en cuestión
la moral religiosa, que tanto bien ha hecho a la humanidad! La caridad
cristiana ha sido el sentimiento pionero que ha sacudido la conciencia de
muchos creyentes, decididos a entregar la vida propia para mejorar la vida de
todos.
Y
no me refiero solo a los misioneros actuales, a los más de quinientos
catalanes, o a los casi trece mil de todo el Estado, repartidos por todo el
mundo, allí donde hay necesidad más extrema, sino también a aquellos lejanos
cristianos que, por amor a su fe, protagonizaron gestas heroicas. ¿Qué podemos
decir, por ejemplo, de los mercedarios que se intercambiaban por personas que
estaban presas en tierras musulmanas, como acto sublime de sacrificio propio,
en favor de los demás? El mismo ideal espiritual que motivaba a san Serapión a
ir hasta el Magreb, entrar en la prisión de un sultán y liberar a un
desconocido, convencido de que aquel acto de amor era un tributo a Dios, es el
que motivó a Isabel Solà Matas, una joven enfermera catalana, perteneciente a
la Congregación de Jesús-María, a estar dieciocho años en Guinea y ocho en
Haití, hasta que fue asesinada. Durante todos estos años de entrega, dejó su
estela de bondad y servicio, y, gracias a ella, por ejemplo, existe ahora el
Proyecto Haití, un centro de atención y rehabilitación de mutilados que fabrica
prótesis para los haitianos que no tienen recursos. La conocían como «la monja
de los pies», porque, gracias a ella, muchos haitianos pobres habían tenido una
segunda oportunidad. Casi ochocientos años separaban a san Serapión de Isabel
Solà, y, en ocho siglos, el mismo alto ideal de servicio y entrega los
motivaba, empujados por la creencia en un Dios de amor.
Y
como Isabel, tantos otros misioneros, monjas, curas y seglares, muertos en
cualquier rincón del mundo, asesinados, abatidos por virus terribles, caídos en
las guerras de la oscuridad. Cómo no recordar al hermano Manuel García Viejo,
miembro de la Orden de San Juan de Dios, que, después de 52 años dedicados a la
medicina en África, se infectó del ébola en Sierra Leona y murió. O a su
compañero de Orden Miguel Pajares, que desde los doce años dedicaba su vida a
los más pobres y que regentaba un hospital en una de las zonas de Liberia más
castigadas por el virus. Todos ellos, caídos en el servicio a la humanidad,
motivados por su fe religiosa y por la bondad de su alma. Isabel, Manuel,
Miguel son la metáfora de lo que significa el ideal del misionero: el de amar
sin condiciones, ni concesiones. Si Dios es el responsable de tal entrega
completa, de tal sentimiento poderoso que atraviesa montañas, identidades,
idiomas, culturas, religiones y fronteras, para aterrizar en el corazón mismo
del ser humano, si Dios motiva tal viaje extraordinario, cómo no querer que
esté cerca de nosotros, incluso cerca de aquellos que no conocemos el idioma
para hablarle.
Decía
Isabel Solà en 2011, en un vídeo-blog para pedir ayuda para su centro de
prótesis: «Os preguntaréis cómo puedo seguir viviendo en Haití, entre tanta
pobreza y miseria, entre terremotos, huracanes, inundaciones y cólera. Lo único
que podría decir es que Haití es ahora el único lugar donde puedo estar y curar
mi corazón. Haití es mi casa, mi familia, mi trabajo, mi sufrimiento y mi
alegría, y mi lugar de encuentro con Dios».
No
encuentro palabras más intensas para describir la fuerza grandiosa del amor. He
dicho al inicio de este pregón que no soy creyente en Dios, y esta afirmación
es tan sincera como, seguramente, triste. ¡Estamos tan solos ante la muerte los
que no tenemos a Dios por compañía! Pero soy una creyente ferviente de todos
estos hombres y mujeres que, gracias a Dios, nos dan intensas lecciones de
vida, apóstoles infatigables de la creencia en la humanidad. El papa Francisco
ha pedido, en su Mensaje para este DOMUND, que los cristianos «salgan» de su
tierra y lleven su mensaje de entrega, pero no porque los obliga una guerra o
el hambre o la pobreza o la desdicha, como tantas víctimas hay en el mundo,
sino porque los motiva el sentido de servicio y la fe trascendente. Es un viaje
hacia el centro de la humanidad. Esta llamada nos interpela a todos: a los
creyentes, a los agnósticos, a los ateos, a los que sienten y a los que dudan,
a los que creen y a los que niegan, o no saben, o querrían y no pueden. Las
misiones católicas son una ingente fuerza de vida, un inmenso ejército de
soldados de la paz, que nos dan esperanza a la humanidad, cada vez que parece
perdida.
Solo
puedo decir: gracias por la entrega, gracias por la ayuda, gracias por el
servicio; gracias, mil gracias, por creer en un Dios de luz, que nos ilumina a
todos.
Pilar
Rahola