En este mundo en el que vivimos,
hay muchas promesas. Los políticos,
los economistas, los publicistas, los comerciales..., todos nos prometen un
mundo mejor, sin tanto sufrimiento, sin tanta guerra, y ¡nunca termina de
hacerse realidad!
Es una promesa ingenua y sin fundamento, porque se
olvidan de que el ser humano es pecador y, mientras estemos en esta tierra,
siempre habrá egoísmo, soberbia, deseos de venganza... Lo “divertido” es que
¡los que lo prometen también son pecadores!; y muchas veces sus promesas se
convierten en trampolín para conseguir ellos lo que prometen, pero que a los
demás no dan. Además, se olvidan de que en este mundo siempre, siempre, habrá
enfermedades, catástrofes, accidentes... involuntarios, pero reales. Y, por mucho
que nos esforcemos, no conseguiremos evitarlos.
No es que no crea que el hombre puede hacer
cosas bonitas y grandes en este mundo. De hecho, es algo que no podemos dejar
de desear, pero con sentido de la realidad: la esperanza no la dan las cosas de
esta tierra; la esperanza de verdad
la da exclusivamente Dios.
Por eso, me atrevo a decir que
los hombres y mujeres que han abandonado todo para dedicar su vida a llevar la
verdad del Evangelio son lo que pueden provocar la esperanza en las personas,
en las culturas, en los pueblos. Los misioneros
que proponen el verdadero ideal del hombre, que no es otro que Cristo, son,
sin duda, sembradores de esperanza para aquellos cuyo horizonte es pequeño y
caduco.
No prometen falsas riquezas, no
prometen un mundo sin dolor. Al dolor lo llaman cruz, y en la Cruz encuentran
al Redentor. No prometen un mundo sin injusticias y sin abusos ni atropellos,
porque no promueven una ideología. Prometen un mundo en el que el hombre está
llamado a convertirse, a mirarse ante el
Salvador y proponerse renovar su deseo de eternidad.
El Domund de este año nos pone delante a esos sacerdotes, religiosas, obispos, laicos y familias que no viven de utopías, de sueños inalcanzables, sino que miran al mundo, a los pueblos, a las gentes con un profundo amor y desean la seguridad de un Dios que les ama con locura y que quiere para ellos lo mejor.
Lo hemos comprobado todos.
Cuando algún amigo, quizás nuestra madre o nuestro padre, nos ha hablado al
corazón de ese Dios que quiere estar cerca de nosotros y que quiere compartir
nuestro dolor, se nos han esponjado las entrañas, nos hemos quedado con más
paz, hemos descubierto que ¡el mal no
tiene la última palabra!
Evidentemente, las palabras de
ánimo y de fe que nuestros misioneros transmiten ¡van acompañadas de obras de amor!; y esas obras ayudan a
crecer, también, humanamente. Son realidades tangibles, como escuelas,
dispensarios, orfanatos, casas de acogida..., que nos recuerdan que el hombre
es también de carne, y vive en un mundo del que se tiene que valer para vivir
con dignidad y con proyección a un futuro. ¡El mismo Dios se hizo hombre!, “trabajó
con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de
hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo
verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el
pecado”; por eso, el Concilio no duda en afirmar: “Cristo, el nuevo Adán...,
manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de
su vocación” (GS 22).
Para quienes tenemos fe, la
Jornada del Domund es una oportunidad que se nos da para que cada uno de nosotros
nos alegremos cuando nos enteramos de que, en África, en Asia, en América, los
misioneros están trabajando denodadamente por llevar la esperanza verdadera al
corazón de tantísimas personas que no conocen a Cristo. Esos “Misioneros de esperanza entre los pueblos”
están haciendo posible que muchos descubran la belleza y dignidad de sus vidas.
Están transformando este mundo en el Reino de Dios, el que pedimos en el
padrenuestro: “¡Venga a nosotros tu
reino!”. Pero no apoyándose en falsas promesas ni en ideologías destructivas,
sino invitando a la conversión del corazón a cada uno, para que Dios pueda
hacer de ellos constructores de paz y alegría.
Seamos misioneros de esperanza nosotros también, apoyando con nuestra oración y nuestra colaboración económica a aquellos de quienes nos sentimos tan orgullosos, y que son nuestros hermanos misioneros.
José
María Calderón, Director de
OMP en España



